jueves, 8 de septiembre de 2011


Al celebrarse hoy en toda la Isla y en cualquier parte del mundo en donde resida un cubano la Fiesta de la Virgen de la Caridad del Cobre, ofrecemos a los lectores del Cardenense unos fragmentos de la biografía que escribimos en la actualidad del Capitán Francisco Sánchez de Moya, el Hidalgo español que salvó la imagen original de la Patrona de Cuba.

Francisco Sánchez de Moya: El Hidalgo que protegió a la Virgen.
Por: Ernesto Alvarez Blanco

A D. Alfonso Cirera Santasusana, con la amistad acrecentada.
A Lola y a Vicente Pacheco, amigos queridísimos, que gustan tanto de estas cosas, con todo el afecto, el agradecimiento y la amistad del autor.


I

Aquella noche, como tantas otras desde que había quedado viuda, Doña Inés no pudo conciliar el sueño. Por ello, ante el inevitable insomnio, decidió, después de comprobar que en la modesta casa - construida sobre pilares de madera y cubierta de tejas - todos dormían, escribir el documento cuya redacción hacía varias semanas que venía posponiendo.

“Doña Inés Gonzalez de León viuda, mujer que fue del Capitán Francisco Sanchez de Moya, dice: Que el dicho Capitán su marido sirvió a Vuestra Majestad, y a los señores Reyes sus abuelos y padre, de gloriosa memoria, más tiempo de cuarenta y seis años, desde que fue de edad de diez y ocho (...)” .

Llegado a este punto, la mujer - una de las pocas residentes en Santiago de Cuba y sus alrededores, que sabía leer y escribir - acomodó su cuerpo ante el escritorio de su difunto esposo y lanzando un profundo suspiro, se aventuró a continuar con el relato de los excepcionales servicios prestados por él a dos soberanos españoles.
Mientras sus ojos cansados, repasaban lo que había escrito poco antes, los recuerdos habían vuelto a aguijonear el lacerante dolor que sentía, por la reciente ausencia del hombre con el que había construido un hogar y una familia, en uno de los lugares más recónditos de la Isla: el poblado de Santiago del Prado.
Todavía, a pesar de los 25 años transcurridos desde entonces, estaba fresco aún en su memoria el momento en que Felipe II, a punto de su esposo marchar a disfrutar, como merecido premio por los servicios prestados a la Corona en materia de artillería entre 1591 y 1597, la plaza de Veedor de la gente de guerra de Perpiñán ; había decidido ordenar que su Francisco, tal como ahora escribía sobre una resma de papel:


“... pasase a las Indias, y en la Isla de Cuba junto a la ciudad de Habana, plantase una fabrica, y beneficiase unas minas de cobre por ser tan grande la necesidad que del había, que costaba cada quintal a treinta ducados, y convirtiese en artillería todo el que sacase, lo cual hizo con muy grande trabajo y cuidado, no obstante las diferencias, y contradicciones que con el tuvieron los Gobernadores, y haber hallado no ser de consideración los minerales adonde llevaba orden de labrar (...)” .

¡Bah, los Gobernadores...! pensó en voz alta, con ironía y hasta con desprecio, si no hubiera sido por la tozudez y hasta por la ineptitud de algunos de ellos y de sus oficiales y funcionarios reales, e incluso hasta del propio rey Felipe III, recordó Doña Inés que más de una vez le había dicho su marido en la intimidad del hogar, las cosas para él y para los suyos, y hasta para la Isla que muchos llamaban a espaldas del Monarca La Dorada, hubieran sido muy distintas.
Bien que lo sabía ella, empeñada en obtener del nuevo Soberano, mediante las Informaciones de oficio y parte que redactaba para remitir en breve al Relator Juan Ruiz de Contreras, funcionario de la Real Audiencia General de Santo Domingo; que este le hiciera merced de por vida, para poderla pasar y en premio a los servicios del Capitán Francisco Sánchez de Moya, del:

“... sueldo que el dicho Capitán su marido ganaba, que eran mil y seiscientos y cuarenta ducados cada año, que se le consigne en las cajas de Cartagena, Panamá, Puerto-Belo o Lima, y a sus hijos se les haga merced conforme su capacidad en las cosas que el tiempo ofreciere (...)” .

Muy tarde en la noche, cuando ya la vela que había encendido al oscurecer y las que le siguieron, eran solo un recuerdo de cera sobre la palmatoria de cobre, situada muy cerca de una réplica casi exacta de la imagen de la Virgen de la Caridad y los Remedios que se veneraba en el poblado minero fundado por su esposo; Doña Inés decidió irse a la cama, dispuesta a revisar, al día siguiente, la redacción del documento en el cual depositaba sus últimas esperanzas.
Y es que, solo si lograba a través de él sus propósitos, podría dar a sus 6 hijos, 4 varones y dos mujeres, estas últimas solteras aún“... por haber vivido – como acababa de escribir al Rey – en aquellos montes, y haber quedado muy pobres por la limpieza y fidelidad (...)“ con que sirvió su marido al también recién fallecido Felipe III, “... saliendo de las dichas minas sin ocupación alguna (...)” ; un futuro mejor que el que sus padres habían podido darle.
Todo había comenzado la fría mañana en que Francisco Sánchez de Moya había recibido en Lisboa, de manos de un mensajero de Felipe II, Rey de España y de sus dominios por la Gracia de Dios, la Carta Real cuyo contenido corrió a comentar a su mujer, que admitió su contenido con la resignación clavada en el rostro, pues sabía, que la orden no admitía réplica.
Por eso, por mucho que su marido le prometió aquella noche que todo estaría bien y que el nuevo destino al que lo había enviado el Soberano del vasto imperio en donde el sol nunca se ponía, era mucho mejor que el de Perpiñán, a donde debían haber partido pocas semanas después de recibir el documento que había cambiado nuevamente el rumbo de sus vidas; el miedo a naufragar e incluso a morir, con solo 27 años, durante la inminente travesía por el Atlántico, la llenada de un intenso y profundo pavor.
Mientras intentaba dormir, con los ojos anegados en llanto, Doña Inés observaba como su marido, leía una y otra vez el manuscrito, sin poderse explicar aún, el por qué el Rey había cambiado tan pronto de parecer con respecto a su persona, justo en el momento en que la fortuna parecía decidida, por fin, a sonreírle, luego de pasar los mejores años de su juventud al servicio de la Corona.
Una vez en la cama, y luego de tratar de consolar por todos los medios posibles a su atribulada esposa, Sánchez de Moya repasó con calma y hasta con placer, los pormenores de su larga hoja de servicios en el Ejército, iniciada en el Reino de Nápoles en 1575, cuando solo tenía 18 años, en una sencilla plaza de soldado, bajo las órdenes del Marqués de Espejo, a quien había servido durante 4 años.
Aunque entonces no estaba muy seguro de querer seguir la carrera de las armas, recordó, pues se debatía aún entre el deseo de regresar a su tierra natal, la villa del Prado, ubicada en las cercanías de Madrid, para seguir siendo un segundón y la necesidad de tomar la decisión de ser militar de por vida; un inesperado suceso lo decantó en 1588 por la más prometedora opción para un hombre de su edad y condición.
Por entonces, tenía ya más de treinta años y se hallaba sirviendo en el Reino de Navarra, adonde había sido enviado nueve años antes o sea, en 1579. Fue allí, que por la integridad, honradez y probidad demostrada en el cumplimiento de su deber, llamó muy pronto la atención de Don Juan Acuña Vela, Capitán General de la Artillería bajo cuyas órdenes trabajaba, quien lo sacó de la rutinaria actividad que hasta entonces desempeñaba en el Ejército y lo ocupó en todo lo tocante al repartimiento y despacho de la artillería de los galeones y navíos de la Armada Española que en 1588 marcharon a Inglaterra, bajo el mando del General Duque de Medina Sidonia .
Poco después, por haber cumplido esta misión – según documento que para su satisfacción recibió por esos días – “... con excesivo trabajo, y grande aprobación, por su mucha practica y experiencia, y por persona importante, y confidente (...)” , fue nombrado Contador de la Artillería del Reino de Portugal, cargo que ejerció en Lisboa durante 9 años – entre 1588 y 1597 - con la aprobación y satisfacción de los Condes de Portalegre y Fuentes así como de Virreyes y Gobernadores, del Príncipe y del Cardenal de aquel Reino
Sirviendo el referido cargo, recordaba ahora con nostalgia, se le dio nuevamente la oportunidad de demostrar su valía a la Corona, pues se vio obligado a asumir temporalmente, por las reiteradas ausencias de don Alonso de Alfaro, el cargo de Teniente de Capitán General de la Artillería del Reino de Portugal.
De aquel período de su vida, entre todas las misiones que había cumplido, ninguna le había reportado más reconocimiento y relaciones en la Corte, que el despacho y consiguiente envío a Sevilla, por orden de los ya mencionados Condes de Portalegre y Fuentes, con todas las precauciones a su alcance, de las embarcaciones que componían las flotas de la Plata , las cuales habían llegado sanas y salvas en 1591, 1592 y 1595 a las costas de Portugal. A ello se había, sumado, en igual período, el despacho y aviamiento en todo, lo tocante a la artillería de la Armada española que fue a Irlanda, al mando del Adelantado Mayor General don Martin de Padilla.
Como resultado de la acumulación de estos méritos, unas semanas antes había recibido con alegría el nombramiento tan esperado de Veedor de la gente de guerra de Perpiñán, por ser, a los ojos del Rey y de sus ministros y consejeros, según rezaba el documento que hacía constar la decisión, “... persona de tanta satisfacción e inteligencia (...)” . Sin embargo, la misma mano que había firmado aquel ascenso, que le otorgaba cierta estabilidad financiera y, sobre todo, un rumbo seguro a su carrera en el Ejército, lo enviaba ahora, quien sabe por qué extraño circunstancia, hacia un nuevo y desconocido destino: la isla de Cuba; situada a miles de kilómetros de la península ibérica y rodeada por todas partes de enemigos de la Corona.
Muy tarde en la noche, cuando finalmente cayó vencido por el sueño, Sanchez de Moya había repasado varias veces sus 41 años de vida, sin hallar siquiera una razón que le permitiera entender el por qué amigos o enemigos, o hasta quizás, el caprichoso azar, había motivado a Felipe II a enviarlo, nombrándolo por Real Orden de 23 de marzo de 1597, como Capitán de Artillería de la misma, a una perdida isla del Nuevo Mundo; la cual, a pesar de que todos los funcionarios y gobernadores que habían pasado por ella, juraban y perjuraban que estaba muy empobrecida y desprovista de todo, seguía siendo llamada por los marinos y viajeros que la habían visitado con el sugestivo nombre de La Dorada.
En las semanas que siguieron al recibo de la Carta Real que le comunicaba la disposición del Soberano de enviarlo más allá de las columnas de Hércules, la vida tranquila y reposada de Sánchez de Moya y de su esposa dio un giro de 180 grados y se convirtió en una rápida sucesión de acontecimientos. Primero, luego de despedirse de amigos, conocidos y subordinados, Sánchez de Moya partió desde Lisboa rumbo a Madrid, para recibir de manos de Felipe II y sus consejeros los documentos que lo autorizaban a emprender la misión que se le había confiado.
Una vez en la capital del Reino, el recién nombrado Capitán de la Artillería de Cuba no fue recibido de inmediato por el Monarca, por lo que tuvo que esperar que este le ordenara concurrir a Palacio. Allí, aunque fue recibido por el Soberano en la segunda quincena de marzo de 1597, con visibles muestras de afecto y cortesía, no pudo saber de sus labios ni de los de aquellos con quienes había compartido más de una vez los rigores de la vida en campaña, el motivo por el cual había sido escogido él y no otro, para llevar adelante el ambicioso plan del Soberano de reconocer y explotar, en beneficio de la Corona, los yacimientos de cobre de la isla de Cuba.
No obstante, salió de la Corte convencido de que la decisión del Monarca, a su entender, había sido consecuencia directa de la pérdida por la Corona española del control marítimo del eje denominado costa cantábrica-Flandes y por tanto, del acceso a la siderometalúrgica valona. Este fatal acontecimiento, caviló mientras escuchaba al Rey, había hecho que la monarquía intentara desarrollar en la Península una industria capaz de producir cañones de hierro colado.
Sin embargo, se dijo mientras abandonaba el Palacio Real, todo ello se hallaba frenado porque, si bien el mineral de hierro abundaba en España, sobre todo en el norte, escaseaba el cobre y estaño necesario para acometer las fundiciones. De ahí que las antiguas noticias de la existencia de minas de cobre en Cuba, confirmadas al Monarca por el Gobernador de la Isla Juan Maldonado y Barnuevo en carta fechada en La Habana el 9 de febrero de 1597 , fueran examinadas ahora por Felipe II y sus ministros con una nueva perspectiva.
Poco tiempo después de la Audiencia Real en la que había recibido las disposiciones, dineros y permisos necesarios para emprender el viaje al Nuevo Mundo, el Capitán Francisco Sánchez de Moya, luego de pasar con los suyos una temporada en su tierra natal, en donde encargó a un imaginero local una réplica de la imagen de Nuestra Señora de Guía, Madre de Dios, de Illescas , de la que él y su piadosa esposa eran muy devotos, partió hacia Sevilla. Le acompañaban su mujer, sus hijos Juan, de 7 años de edad, María, de 5, y Francisco, de 3, dos esclavos originarios de la India oriental y ocho criados (4 hombres y 4 mujeres).
Sánchez de Moya portaba un documento fechado en Madrid el 23 de marzo de 1597 - fecha en que también había nombrado oficialmente por el Rey en el citado cargo de Capitán de Artillería de la Isla de Cuba - mediante el cual Felipe II le brindaba las instrucciones de lo que debía hacer una vez llegado a su destino:

“El Rey
Lo que vos, Francisco Sánchez de Moya, mi Veedor de la gente de guerra de Perpiñán, habéis de hacer en la labor de las minas de cobre que se han de beneficiar en la isla de Cuba y fábrica de artillería es lo siguiente:
Capitulo
Si esta fundación hubiere de estar de asiento en alguna parte que esto habéis de procurar encaminar haréis levantar una iglesia y edificio humilde el que bastare para la gente y a un religioso que se dará orden asista allí haréis dar ración y lo necesario de mi hacienda y este administrará los sacramentos de toda la dicha gente y tendrá cuidado de la corrección y buenas costumbres de todos y de que oigan misa los días de fiesta, principalmente los negros como gente de menos razón procurando que no hagan falta en esto ni ofensa a nuestro Señor y habiéndose de mudar las rancherías se hará de tablas y como mejor y a menos costa se pudiere de manera que esté el santísimo sacramento con decencia y seguridad (...)” .

También llevaba consigo una copia de la Real Orden de Su Majestad, dada en Madrid el 26 de marzo de 1597 y dirigida al Presidente y jueces oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla , en la que el Monarca les rogaba que le concediera lo antes posible la licencia necesaria para viajar a Cuba con su familia, esclavos y criados así con los hombres, la mayor parte de ellos andaluces, que habían sido designados para acompañarlo , los cuales, si así lo querían, podían viajar a su vez con sus mujeres, hijos ayudantes o criados.
Felipe II también suplicaba a sus funcionarios en el documento que abastecieran a los viajeros de todo lo necesario, si fuera preciso con la ayuda del proveedor de la Armada, y los embarcara y acomodara, con el menor costo posible y librando los pagos de los fletes en cualquier puerto del Nuevo Mundo donde les resultare mejor este trámite a los maestres, en los navíos en conserva de la Flota de la Plata que se aprestaba a partir por esos días hacia Nueva España, bajo el mando del General Pedro Menéndez Márquez y del Almirante Juan de Salas.
En esta Real Orden, el Soberano había tenido el cuidado de aclarar a los funcionarios de la Casa de Contratación que no le pidieran información acerca de sus antecedentes familiares a Sánchez de Moya y a su mujer e hijos. Sin embargo, el Soberano no exoneró de este engorroso trámite al resto de sus acompañantes. Solo se hizo una excepción, en el caso del mulato apellidado Acosta, polvorista, y con aquellos que fueran portugueses de nacimiento, disponiendo que bastaba con que el primero, confesara ser hijo de portugués y de negra y, los segundos, ser cristianos viejos. Además, ordenó que se prescindiera en estos casos, del cumplimiento de las ordenanzas que impedían a estas personas, por sus antecedentes familiares, viajar al Nuevo Mundo.
Una vez en Sevilla, en espera de que los funcionarios de la Casa de Contratación, situada en el antiguo Alcázar, a donde concurrió Sánchez de Moya el 17 de mayo, armado de la Real Orden de Su Majestad del 26 de marzo para iniciar los trámites pertinentes, conformaran su Expediente de información y licencia de pasajero a las Indias y los de sus compañeros de viaje; Sánchez de Moya, sus hijos y su resignada mujer, aprovecharon la ocasión para recorrer la bulliciosa y alegre Ciudad, dándose algún que otro gusto, con objeto, sobre todo, de despedirse de la península ibérica, cuyo suelo no sabían cuando lo volverían a pisar.
El Capitán Sánchez de Moya aprovechó la ocasión para adquirir con sus ahorros, de mutuo acuerdo con su caritativa esposa, una hermosa talla en madera de Santiago Apóstol , cuyo sombrero de plata – confeccionado por un conocido y hábil orfebre sevillano - refulgía bajo el sol y hacía juego con la vistosa capa listada de terciopelo azul que portaba el Santo Patrono de España. La imagen tenía como futuro destino el altar mayor de la iglesia que Sanchez de Moya levantaría en el sitio en donde se estableciera definitivamente para cumplir la importante misión que el Rey le había confiado. Por tal motivo, estaba acompañada de su correspondiente artículo de fe el cual había hecho grabar en el ala del sombrero de plata que lucía la imagen.
Aquellos fueron días, en realidad, recordarían siempre Francisco e Inés, cargados de amor y alegría, los cuales disfrutaron gracias a la generosidad del Monarca, que ordenó a sus funcionarios alojarlos en la mejor posada de Sevilla, sentarlos ante mesas provistas de los mejores manjares y vinos y cumplir todos sus caprichos, sabedor de que el destino de su futura artillería estaba en las manos de aquel hombre, a quienes todos respetaban y admiraban por su honradez y sus conocimientos.
La ocasión fue propicia para que Inés y Francisco pasearan con sus hijos por el hermoso río Guadalquivir y les mostraran la Catedral, la Torre de Oro, la Giralda y los Reales Alcázares, fieles exponentes de una Ciudad que era por entonces la cabecera del monopolio comercial con el Nuevo Mundo.
Fue de seguro, en unas de las noches de amor que disfrutaron los Sánchez de Moya, luego de largas sesiones de cantos, bailes y guitarras, que concibieron el cuarto de los seis hijos que tendrían como resultado de un matrimonio que había resistido hasta entonces, y que estaban seguros resistiría en el futuro, los infortunios y sinsabores que la vida se encargaría de colocar en su camino.
El 26 de mayo de 1597 Sánchez de Moya recibió la noticia de que les había sido concedida a su familia la licencia necesaria para viajar a Cuba. Desde entonces, mientras se le otorgaba similar prerrogativa a las 13 personas que le acompañarían, se dedicó a buscar, entre las naves que irían en conserva de la Flota de la Plata de Nueva España, una embarcación lo suficientemente sólida y segura para que les cruzara a todos, sin tropiezos ni sobresaltos, el Atlántico y los depositara, sanos y salvos, en la Isla.
Inés no supo, hasta varias semanas después de la partida de España, la cual se realizó el 22 de junio desde Cádiz, que estaba esperando un hijo. Hasta entonces, había achacado los frecuentes mareos y vómitos, al terror que había provocado en ella el peligroso balanceo de la embarcación y la inmensidad del océano que los rodeaba.
Fue casi llegando a Santo Domingo, que tuvo la certeza, un día de sol en que se animó a subir a la cubierta de la embarcación, junto a su solícito esposo, que una nueva vida se gestaba en su vientre. Aquel suceso, recordaría por siempre, le dio la confirmación definitiva de que su vida estaba cambiando, certidumbre que ese mismo día trasmitió a su marido.
Desde entonces, dejó de llorar y decidió consagrarse, más que nada para garantizar el futuro de sus hijos, a hacer cada día más agradable y menos complicada la vida de su esposo, que sabía, daría lo mejor de sí, para cumplir con creces la palabra empeñada ante el Rey de hacer producir de manera oficial y con eficacia la Fabrica y Fundición de Artillería de La Habana. Dicha Fundición había construida entre 1588 y 1594 en la zona demarcada por las calles Cuarteles, Cuba, llamada antiguamente de la Fundición, y Chacón, por lo que ocupaba el mismo sitio en el que Hernando de Soto ordenó construir en el siglo XVI la primera fortaleza que tuvo la capital cubana, la cual nunca llegó a terminarse.


"De amar las glorias pasadas se sacan fuerzas para adquirir las glorias

nuevas".

José Martí



“… la HISTORIA NOS AYUDARÁ A DESCUBRIR LOS CAMINOS DE HOY Y DE MAÑANA, A MARCHAR POR ELLOS CON PASO FIRME Y CORAZON SERENO Y A MANTENER EN ALTO LA ESPERANZA (...)”.

RAMIRO GUERRA