martes, 15 de noviembre de 2011

La Habana en 1598.

Por: Ernesto Alvarez Blanco

A propósito de commemorarse el 492 aniversario de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana obsequiamos a los lectores de El Cardenense un fragmento del Tomo I de mi libro inédito Felipe III y La Dorada.


A finales de 1598, al subir al trono Felipe III , abundaban en la ciudad de La Habana las casas de yagua o de embarrado y techo de guano; también las había construidas con paredes de tablas de cedro, añadiéndoles, en lo posible, las técnicas constructivas traídas de la Península. Estas viviendas estaban casi siempre techadas con guano , siguiendo el modelo aborigen del bohío; a pesar de la existencia por entonces de un tejar en la ensenada de Marimelena, situada en la otra banda del puerto de La Habana, en una estancia que había sido concedida como merced a Nicolás Acosta.
En las calles nombradas Real , de las Redes, del Sumidero y del Basurero, las casas estaban situadas en línea. El resto de las viviendas y demás construcciones urbanas estaban ubicadas en distintos sitios, de manera independiente y según el gusto de sus propietarios, quienes con frecuencia las cercaban con una muralla doble de tunas bravas u otras plantas similares. En estos sitios se sembraban árboles frutales y arbustos de muy diverso tipo, las cuales atraían sobre la población una gran cantidad de mosquitos.
Estas primitivas construcciones habaneras fueron dibujadas por el ingeniero Cristóbal de Roda en un plano que tituló “Planta de las casas / Habana, hacia la marina, y el solar de Cristóbal de Roda, / con lo que le ha quitado el gober / nador [sic] de la Habana , el cual fue remitido a la Península en 1598, acompañando un Memorial, mediante el cual reclamaba justicia ante el Rey, por una expropiación ordenada contra él por el Gobernador de la Isla Juan de Maldonado, quien había sido ex – contador de la Flota de la Plata y regía, desde 1594, los destinos de la bien llamada“... Llave de todas las Indias y donde se aseguran los thessoros [sic] de V. [Vuestra] Md. [Majestad] y de sus bassallos [sic] [...]”.
.La fertilidad del suelo habanero propiciaba por entonces la existencia, en los alrededores de La Habana, de una abundante y variada vegetación, en la que abundaban los arboles de majagua, las ceibas, los cedros, los jobos, las caobas, las ácanas, los granadillos , los ébanos, los guayacanes y el rompe-hacha. También, había gran profusión de árboles frutales, plantas de anón y de mamoncillo, tamarindos y cocoteros.
En la zona de la costa y, sobre todo, en los arenales crecían una gran cantidad de unos arbustos conocidos con el nombre de hicacos, los cuales compartían este hábitat con otra especie vegetal también muy abundante, llamada uva del mar o caleta. En las partes cenagosas abundaban los manglares y unas matas extrañas conocidas como manzanillo, cuyo fruto es venenoso para los peces y enferma a los humanos.
La lluvia era copiosa en los meses de verano, lo cual facilitaba que los pastos crecieran de forma muy rápida, lográndose, sin muchas fatigas, hasta dos cosechas de ellos al año. Además, había en las inmediaciones de la Ciudad, muchos cangrejos y tortugas. Los primeros, la invadían durante la noche en busca de desperdicios, provocando en sus calles un ruido similar al que producía el paso por ellas de las tropas destacadas en esa Plaza.
Las tortugas y caguamas se pescaban fácilmente en la zona de la costa llamada Playa de las tortugas, la cual se hallaba situada frente a la antigua Cortina Valdés . Por esta época, el Cabildo de La Habana tuvo que prohibir que se sacrificaran los quelonios capturados en las zonas aledañas a la población o en el interior de la misma, ya que eran tantos los desperdicios que su caza y matanza provocaban, que infestaban de una insoportable fetidez la atmósfera, haciendo que el aire en muchos lugares se tornara irrespirable. También, había gran abundancia y variedad de peces. Entre las aves, se destacaba la existencia de numerosos guacamayos, tocororos , cotorras y flamencos.
En 1598 se hallaban bastante adelantadas en la calle de las Redes las obras de construcción, a pesar de la falta de operarios, de las casas del Gobernador y del Cabildo, autoridad colonial y órgano de gobierno que, durante el siglo XVI, nunca tuvieron residencia propia, teniendo que alquilarlas a los vecinos más distinguidos.
Entre estos, se destacaban por entonces, los nombrados Martín Calvo de la Puerta y Hernández , Juan de Rojas, Alonso Castaño, Diego de la Vega, el licenciado Bartolomé de Cárdenas y Vélez de Guevara , el capitán Francisco de Rojas e Isabel Nieto, viuda esta última de Francisco Cepero, quienes probablemente asistieron en 1598, junto al resto de los vecinos – eran alrededor de 800 en este período - y pobladores de la Ciudad, a la celebración con una representación teatral, la noche de San Juan, del onomástico del Gobernador de la Isla Juan de Maldonado.
Según una vieja crónica del suceso, supuestamente escrita por Hernando de Parra, criado del Gobernador de la Isla, la puesta en escena se efectuó la noche del 23 de junio, junto a los muros del castillo de la Real Fuerza y muy cerca del la Plaza Mayor ó de Armas, la cual comenzaba a adquirir en este año su fisonomía definitiva.
Allí, según Parra:

“… los mancebos de esta población […] hicieron construir una barraca en las cercanías de la fortaleza. Titulabase [sic] esta comedia Los buenos en el cielo y los malos en el suelo. Era el primer espectáculo de esta clase que se hacía en La Habana; y atrajo a todos los moradores. Hubo mucho alboroto durante la representación, porque la gente, no acostumbrada a comedias, charlaba en alta voz, y no quería callar; hasta que el Gobernador dirigió la palabra, amenazando con el cepo al que no guardase el debido orden. La comedia se acabó después de la una de la mañana y la gente, regustada, quedó tan complacida, que insistió en que volviera a principiar […]” .

Recorría por esta época las calles de La Habana Sebastián de la Cruz, el primer loco deambularte del cual se tiene noticias, quien falleció en esa Ciudad el 17 de mayo de 1598, sin saberse nunca quién era ni el lugar de su nacimiento, pues guardó sobre este punto un silencio obstinado. Era uno de los pocos superviviente del naufragio de la fragata La Perla, ocurrido en las costas de Bacuranao. Había llegado a La Habana en 1593, cubierto de andrajos, excitando con sus acciones la risa y mofa de la plebe que le trataba como un loco.
Su obstinado silencio, la inalterable paz y humildad con que sobrellevaba las injurias que le inferían y sobre todo la constancia y valor con que se castigaba, recostándose de continuo sobre las espinas y levantándose cubierto de heridas, indujeron a que se juzgara muy pronto de él más favorablemente. Poco después, vistiendo el humilde habito de la Orden Tercera de San Francisco se radicó en un deteriorado colgadizo o barracón, que estaba contiguo a la ermita de San Felipe y Santiago y que estuvo destinado hasta 1593 a guardar la lancha del Morro que entraba por el llamado estero del Boquete.
Guiado por su extraordinario celo caritativo, Sebastián de la Cruz convirtió su pobre albergue en algo parecido a un hospital, al que llevaba a los enfermos pobres que encontraba en su desambular por las calles de La Habana y en donde desempeñaba él solo los oficios de cocinero, enfermero y demandante. De la Cruz sostenía esta rudimentaria institución con las limosmas que recogía para él y para asistir a las necesidades de los enfermos Con esta obra de caridad, la cual practicó con constancia hasta su muerte, de la Cruz dio una lección a los gobernadores de la época y remedió en parte, uno de las más graves dificultades que confrontaban los habitantes de la Isla. Luego de su muerte, ocurrida en 1598, el Cabildo de La Habana lo sustituyó oficialmente en esta encomiable labor, la cual se considera el antecedente directo del Hospital habanero de San Felipe el Real o San Felipe y Santiago, luego de San Juan de Dios.
Por esta época, la población de La Habana, que no llegaba a 5000 habitantes, había levantado el Castillo de la Real Fuerza y otras importantes edificaciones urbanas. Además, había ejecutado la Zanja Real que abastecía de agua a la Ciudad y era capaz de producir la mayor parte de los alimentos necesarios para abastecer a las flotas y galeones para el largo viaje de retorno a la península ibérica; daba comida y hospedaje a los pasajeros y tripulantes de la misma – se contaba con asombro en la Península Ibérica que una de las flotas había bajado a tierra cerca de 5000 personas – y había construido y construiría, en los años subsiguientes, varias fragatas , naos , navíos y galeones .
Daba de este modo, al resto de las colonias hispanoamericanas, un ejemplo de capacidad productiva y eficiencia empresarial difícil de igualar. A este mundo, creado gracias a la actividad marítima, se agregaron muy pronto las obras militares terrestres emprendidas en este período, las cuales, al principio, fueron trabajosamente aprobadas por Felipe II, quien durante años se aferró a la política tradicional de la corte española de seguir basando la defensa del mar Caribe en fuerzas navales que fueran capaz de protegerlo, de los constantes acosos de que era objeto por parte de los enemigos de la Corona.
Disfrutaban los habaneros de finales del siglo XVI de bailes y otras diversiones, calificadas por el ya citado Hernando de Parra como graciosas “... y extravagantes, conservan todavía en los primeros la rudeza y poca cultura de los indígenas y en las segundas la escasez y ningunos recursos de una población que comienza a levantarse […]” .
Amenizaban las fiestas y bailes habaneros, mediante convenio concertado de antemano, cuatro músicos: Pedro Almanza, natural de Málaga, quien tocaba el violín; Jácome Viera, de Lisboa, quien ejecutaba el clarinete; Pascual Ochoa, de Sevilla, quien se encargaba del violón y la negra horra y vihuelista Micaela Ginés, nacida en Santiago de los Caballeros; los cuales llevaban a los saraos, según el criado del Gobernador Maldonado:

“... sus acompañados para rascar el calabazo y tañir las castañuelas. Estos músicos siempre están comprometidos y para obligarlos a la preferencia es preciso pujarles la paga y además de ella que es exorbitante, llevarles cabalgadura, darles ración de vino y hacerles a cada uno, también a sus familiares, además de lo que comen y beben en la función, un plato de cuanto se pone en la mesa, el cual se lo llevan a sus casas, y a este obsequio lo llaman propina de la función. Estos mismos músicos concurren a las fiestas solemnes de la Parroquia que son las de San Cristóbal, San Marcial, Corpus […]” .

Estos músicos actuaron de seguro más de una vez en las fiestas habaneras del Corpus Christi. Por cierto, el 2 de julio de 1599, Juan Bautista Silicio o Silecio presentó al Cabildo de La Habana una petición – la cual aparece recogida en el Acta Capitular de este día – para que se le pagase por el trabajo realizado por él en las dos comedias que se hicieron en las fiestas del Corpus, lo cual demuestra que las actividades teatrales, en las que también había cantos y bailes, persistieron en estos años como parte de las fiestas religiosas locales. Parece que el Cabildo fue algo remiso al pago, pues el 10 de diciembre del propio año presentó nuevamente a este órgano de gobierno una petición para que se le abonara finalmente su trabajo.
Al finalizar el siglo XVI, habían aparecido ya en el panorama urbano habanero las casas de esquina con una segunda planta incorporada, ocupada por una sola habitación. Un ejemplo de ellas que aún se conserva, parece ser la casa situada en la calle Teniente Rey esquina a la de Bernaza y también, la existente en la de Sol esquina a Compostela. Estas casas, pertenecientes a los más prominentes vecinos de la Ciudad, sobresalían dentro del contexto local por ser de albañilería, es decir, construidas de cal y canto.
Ejercían en este período en la Ciudad como maestros constructores Francisco de Calona , Francisco Claros , Cristóbal de Roda , Francisco Silleros Alaryos y el ingeniero Juan Bautista Antonelli; como albañiles Hernando Esteban Gutiérrez, Jerónimo Ruiz y Bartolomé Chávez, como aparejador de cantería Juan de la Torre y como carpintero Andrés Azaro.
En el caso de Juan Bautista Antonelli, quien había arribado a La Habana en 1587 y proyectó obras tan complejas como las del Castillo de El Morro y la fortaleza de La Cabaña, conviene aclarar que su actividad en Cuba, bajo el reinado de Felipe III, fue muy poca; pues en 1599 regresó a España, por haber sido relevado de su cargo en 1596, luego de haber terminado la Zanja Real, construido la primera represa de El Husillo, sobre el río de La Chorrera y finalizado los trabajos constructivos en el castillo de La Punta. También, dejado avanzadas las obras del Morro. Al frente de estas últimas, dejó a Cristóbal de Roda, experimentado ingeniero e hijo de su hermana.
Desde los primeros momentos, Cristóbal de Roda tuvo que enfrentarse con la autoridad del Gobernador Maldonado, quien afirmaba que la controversia que había tenido con su tío Antonelli surgió a partir de que enjuiciara su trabajo en La Punta, considerándolo obra errada. Un episodio bastante oscuro, complicó al máximo la relación entre Juan Maldonado y Cristóbal de Roda pues, según parece, éste último había enviado a un obrero suyo a desfigurar el rostro del licenciado Ancona, médico de la Flota.
El conflicto giró en torno a una mujer casada. Los celos ocasionaron al desventurado galeno una gran herida de cuchillo. Aprovechando el escándalo que suscitó el incidente, Maldonado puso tras las rejas a Roda y al cantero que, supuestamente a su servicio, había empleado el arma. Felipe III escuchó los argumentos que argumentó en su defensa y en la del cantero, Cristóbal de Roda, en detrimento del Gobernador de la Isla, ya que el inculpado no fue condenado a galeras y se ordenó por la Corona ponerlo en libertad.

Los vecinos de La Habana de más posibilidades económicas, mandaban a España, especialmente a Castilla, troncos de ébano y de granadillo, para que les hicieran con ellos las llamadas camas imperiales. La gente pobre, por su parte, utilizaba para dormir un mueble construido de forma rectangular, que se forraban con lona o con cuero crudo.
En la sala de las viviendas lucía, por lo general, un cuadro [de tabla, cobre o lienzo] con la imagen de un santo o de una santa, al que se le encendían luces y se le dedicaban plegarias. El mobiliario de los inmuebles más modestos estaba compuesto, casi exclusivamente, por mesas de cedro o caoba y por bancos sin espaldar.
El alumbrado de las casas se reducía al encendido de velas de cera, traídas casi siempre de Sevilla, o de sebo, fabricadas en La Habana. Solo unas pocas viviendas poseían lámparas de cobre o bronce, las que eran alimentadas con aceite de oliva.
El edificio de la Aduana, cuya construcción se concluyó en 1584, contaba en esta época con dos pisos y una longitud de setenta pies. La planta baja constaba de un zaguán, una oficina y un almacén espacioso; mientras que la alta servía de habitación a los funcionarios reales y, en ocasiones, hasta al propio Gobernador de la Isla.
La cárcel y la carnicería, por su parte, eran de paja y en el período que nos ocupa - finales del siglo XVII - eran tan viejas, que muchos vecinos y habitantes, y hasta las autoridades, estaban conscientes de que si no se reparaban o reconstruían, muy pronto se caerían al suelo.
En ese mismo año, casi nadie en La Habana, y mucho menos en las escasas poblaciones de la Isla, salía de noche y, si lo hacía, solo en caso de extrema necesidad, se acompañaba por dos personas o más, armadas y con faroles, por temor a ser agredido por los perros jíbaros o por los cimarrones que deambulaban por la Ciudad. Estos últimos, con relativa frecuencia, se atrevían a entrar en las zonas pobladas en busca de alimento.
Para cocinar se empleaban utensilios de hierro, aunque en las casas habaneras no faltaban los cacharros de barro fabricados por los aborígenes y/o sus descendientes. El servicio de mesa en las viviendas de los vecinos con mayores posibilidades económicas, estaba compuesto por vajillas de loza procedentes casi siempre de Sevilla. Sin embargo, en la mayor parte de las moradas de la Ciudad, se empleaban las llamadas bateas y los platos de madera. Los vasos se hacían de guayacán , muy apreciado por sus abundantes y hermosas vetas.
El menú de la época no era muy variado y la mayoría de los platos se preparaban con un aliño de sabor, un tanto repugnante al principio, pero estimulante después. Se comían carnes frescas o saladas de res, cerdo o pollo; divididas en pequeñas porciones, cocinadas con diversas raíces y tubérculos, probablemente malanga, yuca o ñame, y sazonadas con un pequeño pimiento muy picante, al cual llamaban ají-jijí. A los alimentos se le daba color con bija, una semilla de coloración amarilla - rojiza proveniente de una planta silvestre, muy abundante en los montes y patios de la Isla.
El maíz formaba parte importante de la dieta de los vecinos y habitantes de La Habana de finales del siglo XVI, y de toda la Isla, en general. Se preparaba de varias formas; siendo muy apreciado tanto por las personas más pudientes como por las clases más humildes. También se consumía mucho el casabe, como sustituto del pan europeo, el cual se hacía en las estancias de las afueras de la ciudad.
Hacia 1598, trabajaba en La Habana el platero Antonio Baéz mientras que el maestro Aguilera tenía una sastrería, en la que cobraba veinte escudos de oro por hacer una muda completa de ropa de raso. El establecimiento estaba situado muy próximo al lugar, en donde se estaba edificando por entonces, el Convento de los padres Agustinos.
Por misma época, existían en la ciudad dos boticas: la de Sebastián Milanés, situada en la calle Real, y la de López Alfaro, cercana al Desagüe . Ambos establecimientos, se hallaban carentes siempre de medicamentos y los que había en existencia, estaban en muchas ocasiones vencidos y por tanto, carentes de valor curativo. Según Hernando de Parra no había:

“... en cada una de ella cincuenta envases y las drogas tan desvirtuadas que el otro día presenciamos su ineficacia en unos cáusticos que dispusieron al escribano de mi amo. Las moscas operantes estaban pasadas y hechas polvo. Las medicinas que se consumen en el país vienen de Castilla y hasta que no se acaben no se hace nuevo pedido...” .

Los artesanos eran muy escasos en la Isla en este período y los artistas más. Entre ellos sobresalía, según documentos conservados en el Archivo Nacional de Cuba , el orfebre Ambrosio de Urbino o Urbín, quien se dedicaba a la confección de sortijas y medallas de oro. También era muy considerada por entonces la labor del orfebre Pablo de Bruselas , a quien se le ordenó la confección en 1598, según documentos conservados también en el Archivo Nacional de Cuba , de una custodia para la Parroquial Mayor de dieciséis y medio marcos de plata.


"De amar las glorias pasadas se sacan fuerzas para adquirir las glorias

nuevas".

José Martí



“… la HISTORIA NOS AYUDARÁ A DESCUBRIR LOS CAMINOS DE HOY Y DE MAÑANA, A MARCHAR POR ELLOS CON PASO FIRME Y CORAZON SERENO Y A MANTENER EN ALTO LA ESPERANZA (...)”.

RAMIRO GUERRA