viernes, 22 de noviembre de 2013

El año Piñera

Por: Manuel García Verdecia Tomado de la web de Radio Angulo, Holguín.
El presente año ha sido considerado en Cuba, en los círculos intelectuales, como el Año Piñera. Conferencias, pródigos paneles en el dilatado recorrido de la Feria del Libro por el país, textos que abordan su ser y su hacer desde múltiples perspectivas, un Coloquio Internacional a partir del 19 de junio con figuras tan cimeras como Antón Arrufat, Luis Antonio de Villena o Julio Ortega y publicaciones, sobre todo eso, la puesta a manos del lector de prácticamente toda su obra, dan contenido al homenaje. Y no es fortuito. El centenario de uno de los autores más singulares e inquietantes de la literatura cubana no podía ser menos. La existencia de Piñera fue una constante esgrima contra el tiempo y sus circunstancias. El tercer hijo de la familia Piñera Llera llegaba al mundo el cuatro de agosto de 1912 en Cárdenas, Matanzas. Hijo de un humilde empresario, la familia se acrecentaría con otros tres hermano y con ellos aumentarían las vicisitudes. Al parecer el padre no era muy hábil para prosperar en las empresas que acometía y así tuvieron una vida trashumante. De Cárdenas a Guanabacoa, de allí a Camagüey, y en 1937 se radica en la Habana. Esta vida le impedía fijarse a un sitio y unos modos específicos. No había libros en casa, aunque leyeran el Tesoro de la Juventud, colección que a tantos pobres salvó de la ignara desolación. Establecido en la capital, inicia estudios de Filosofía y Letras gracias a una dispensa que se agencia por su pobreza para que lo eximieran del pago de matrícula. Ya allí comienza sus tratos con los que hacían vida literaria. Se le publica, da conferencias, forma parte de distintas revistas como Grafos y Poeta (que funda), Clavileño y se acerca al mundo del Grupo Orígenes, sobre todo imantado por el espíritu creativo de su fundador, José Lezama Lima, pues pocas características los acercaban. Obtiene una beca en 1946 para hacer estudios en Buenos Aires. Allí estaría en tres momentos y por distintas razones: febrero del 46, diciembre del 47 (por la beca), abril de 1950 a mayo del 54 (empleado del Consulado cubano) y, por último, de enero de 1955 a noviembre de 1958 como corresponsal de Ciclón. Estas estancias serían sumamente fructíferas pues no solo se abre a otros modos y pensares sino que se vincula a alguien cuya impronta en su obra es evidente, el polaco Witold Gombrowicz, de quien sería no solo amigo sino el cabeza del grupo de traductores al español de su obra principal, Ferdydurke. Mientras su obra crece y se ramifica en distintos géneros, inicia otra aventura seminal en 1955, la creación de la revista Ciclón, junto con José Rodríguez Feo, que fuera un núcleo de contrapeso a la gravitación de Orígenes, sus conceptos y sus maneras. Al triunfo de la Revolución, mientras publica sus libros y estrena sus piezas, colabora en distintas revistas y periódicos, como Revolución, Lunes de Revolución, Unión, así como hace trabajos de traducción. Desde fines de los 60 y en los 70, como muchos otros intelectuales, fue víctima de un torpe momento de nuestra historia cultural, cuando el extremismo burocrático en la cultura intentó anular muchas de estas voces, solo para lograr que circularan más fuertemente por el subyacente e indetenible río de la cultura verdadera. El tiempo ha confirmado lo triste del error y la grandeza de los genuinos creadores que se mantuvieron acrecentando su obra a pesar del impuesto silencio. Siempre he dicho que Virgilio cometió tres, tal vez cuatro, “pecados” en una isla donde la sensualidad, el bienestar, el machismo y la falsedad se habían instaurado en buena medida con la menguada República. Era feo, pobre, homosexual y, para colmo, apegado a lo que consideraba su verdad. Esto por supuesto que le acarrearía constantes y sucesivos enfrentamientos y dilemas. He sentido en la fea vida de Flora, en sus grandes pies que no cabían en ningún sitio, algo de la propia existencia de Virgilio. Sin embargo, fue su talento, su decidida voluntad para hacerse a sí mismo como persona y autor, lo que le dieron esa luz que le brotaba, también como a Flora, de su mal sino. Si algo nos enseña Virgilio es la certeza de que una vez escogido el camino de la creación no nos queda más recurso que bogar y bogar hasta lo indecible sin rendir los remos. Fue un hombre honesto en cada uno de sus momentos. Si se acercó a Lezama, supo reconocer en él su capacidad pero tuvo el coraje de refutar lo que no iba con sus presupuestos. Al igual, alertó a Gastón Baquero cuando cediera a las tentaciones del periodismo fácil y abandonara la poesía. Igualmente cuando ante las dicotomías que se abrían con la Revolución, pronunció su “Tengo miedo”. No permitía que nada coartara o condicionara su espíritu creador. Precisamente en su ensayo sobre Franz Kafka, hay una mirada que se vuelve sobre su propia obra. Allí dice: «El secreto de Kafka – el de su arte – consiste en que él no es otra cosa que un literato. El mundo se divide en dos grandes mitades si lo miramos desde el ángulo de la personalidad: el de los que tienen fe y el de los «que dan fe». Los primeros, por su condición de creyentes, no pueden dar fe de esta fe (la limitación para esto es su fe misma), que sería dar cuenta de la marcha del mundo; los segundos no podrían tenerla porque precisamente solo sirven para dar fe de esa marcha del mundo. Los primeros reciben el nombre de seres humanos; los segundos el de artistas». Obviamente, Virgilio estaba donde Kafka, no era otra cosa que un literato, un hombre que daba fe mediante su constante y empecinado relato de la marcha del mundo. Buscó la manera no solo de decir, atenido a su verdad, sin ajustes a modas ni tendencias, sin ornamentos ni prefijaciones en un estilo. Su estilo fue la constante variación y batallar con sus propios modos de decir. De aquí que su obra sea tan varia y desconcertante. Fue un autor múltiple y en todos sus afanes tuvo duraderos alcances. Su poesía supo ahondar en otra parte del ser no vividas por los trascendentalistas. Se asomó a las criaturas simples, a los seres humanos que pululaban sobre esta isla, llenos de nostalgias por lo improbable y lo distante, irrealizados en su destino naufrago, seres que en su sensualidad solventaban la «maldita circunstancia» que los apresaba. El mundo no es solo el de los seres de la luz sino también los de la tierra. Criaturas elementales pero que transmitían la gravidez de lo humano: Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire! ¿Quién se mordía la cola? ¿Quién cantaba ese aire? Tú tenías grandes pies, mi amiga en seco parada. Una gran luz te brotaba. De los pies, digo, te brotaba, y sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada. («Vida de Flora») A esa nada que está llena de afanes, miserias y cotidianidad, fue a la que se acercó Virgilio, no a la otra como un vacío metafísico que se abre tras el sentido de las grandes ideas. Rozó el sentimentalismo y habló desde lo kitsch (cuando nadie se refería a esto como fuente de invención estética) que mueve la vida más común, pero supo remontarla con su ironía que despeja lo banal y su invención que engrandece lo simple. El teatro, pienso yo, fue su mayor contribución. En todo cuanto hacía y decía tenía un conocimiento de nuestro perpetuo afán de representación y del dramatismo con que asumimos nuestros asuntos. Supo buscar caminos para acercar los mitos universales a lo habitual cubano. Ahí está su Electra Garrigó para probarlo. La imposibilidad del sueño, el temor (clave tan presente en su obra) al tiempo, la irrealización como individuo de la mujer o como grupo de la familia, la rebelión ante una estructura que enfardela, son temas que aborda en sus obras principales como Aire frío, Dos viejos pánicos (Premio Casa de las Américas 1968) o Los siervos. Esta última es un ejemplo magnífico de su peculiar sentido de acometer asuntos sociales. Situada en la URSS, en el momento imperante de la colectivizacion, el personaje principal se propone ser un siervo. Con esta breve pero tozuda inversión del orden trastoca todos los designios del poder, pues el siervo hace perder el control a sus mandantes. Como cuentista ha sido uno de los pocos que han quebrado la tradición sistemática y abrumadora del cuento realista. Resulta increíble pero cierto que en un pueblo tan imaginativo y humorista como el cubano, en su cuentística predomine el apego a la crónica y lo anecdótico. Sin embargo, en Piñera primó lo imaginativo. Fue un maestro del cuento breve. Su vasta capacidad de invención lo llevó al cultivo del absurdo, lo grotesco y lo farsesco, como los modos más directos de llegar a la insensata realidad que nos cerca. Empleó la hipérbole como sistema de llenarnos los ojos de lo que quería mostrar. Ahí están sus textos de Cuentos fríos, Un fogonazo y Muecas para escribientes, donde podemos hallar lo medular de su cuentística. Igualmente se posesionó de la novela. Supo estructurar un mundo de significaciones a partir de las minucias de una vida. El asunto del cuerpo lo convocaba. La carne es una constante en sus poemas, cuentos y novelas, así en La carne de René, su novela más reconocida. El cuerpo fue un objeto de estudio persistente para Piñera y aquí lo lleva al extremo. Se vincula con otros dos de sus temas cardinales, la huida y el miedo. Este René tiene miedo de la carne, pero para cumplirse al negar la carne, debe rendirse a ella. En esa contradicción, otro de los absurdos de nuestro ser, está su mayor contribución. Indiscutiblemente que el autor había quedado impregnado de lo tantálico que descubrió en su ensayo sobre los autores argentinos, el atarse para no disfrutar de lo ansiado. En su otra pieza significativa, Pequeñas maniobras, su personaje Sebastián sufre de una paranoia que lo va desplazando en el espacio, alejándolo de sus oficios, de sus amigos, de su propia libertad. Un hombre que solo aspira a la paz, a que lo dejen estar, no halla esta tranquilidad y debe huir constantemente. Él mismo se retrata con esta arrasadora verdad desnudante: «No hay que hacerse ilusiones: he sido puesto en el mundo para una sola cosa; ocultarme, para tener miedo, para escapar a toda costa, para escapar, aunque en el fondo no tena que escapar de nada». Ese no tener que escapar de nada es una de las formas que adquiere el vacío existencial. En ambas obras el autor arma una trama tremenda y asfixiante a partir de detalles inmediatos y cotidianos. En tal sentido, fue uno de los precursores de la literatura minimal antes de su momento de esplendor. Virgilio también tuvo logros fulgurantes como ensayista. Sobre todo porque se atenía a la intención prístina de Montaigne, dar una visión personal de lo que trataba, con la mayor adecuación de lenguaje para que las ideas llegaran con toda la intensidad posible. Lamentablemente es algo que se ha perdido con la profusión de las tesis y tratados académicos, enfocados más a exhibir (la información también pasa por la «era del espectáculo» que recorre al mundo de cabo a rabo) una parafernalia de lectura y términos que en hacer brotar una idea peculiar e inédita. Véanse sus trabajos «El secreto de Kafka», «El país del arte», »Las inundación» o «Una lección de amor». En todos ellos nos hallaremos con una perspectiva absolutamente singular y una expresión de eficacia comunicativa y sugerente. Por último, destaquemos una de las labores que más se han ninguneado en el siglo XX, la de traductor. Piñera no ejerció la traducción solo como una manera de ganar el pan o de llenar sus horribles días de silencio. Lo hizo con el convencimiento de que un traductor es alguien que está reescribiendo por sus propios modos una obra. Es un co-creador. Por eso no resulta insólito que el joven que arribó a Argentina presidiera el grupo que vertería una pieza ardua y trabajosa al español, como el Ferdydurke de Gombrowicz. Luego tradujo a poetas de lengua francesa, Baudelaire, Valery, Rimbaud, Aimé Cesaire, Rene Depestre, entre otros. Fue una labor que le gustaba hacer creo que porque lo acercaba, no solo al dilema de las lenguas enfrentadas, sino a la propia ingeniería del acto de escribir peculiar de cada autor. Indiscutiblemente que Virgilio Piñera ha sido uno de los autores más auténticos e inventivos del siglo XX cubano. Si bien siempre se le tuvo como un hombre apolítico y tímido, creo que su postura vertical ante provocadores y censores, su permanencia en el país, así como su indeclinable persistencia escritural, dan otra connotación del ser que fue. Su conocida frase «Tengo miedo», en un instante de incertidumbre y durante un encuentro de intelectuales al principio de la Revolución, más que cobardía, muestra su honradez y su coraje al decirla. Lo demás está en su obra, de una calidez y cercanía humanas que nos lo vuelven permanentemente contemporáneo. Manuel García Verdecia, En Holguín a 17 de junio de 2012


"De amar las glorias pasadas se sacan fuerzas para adquirir las glorias

nuevas".

José Martí



“… la HISTORIA NOS AYUDARÁ A DESCUBRIR LOS CAMINOS DE HOY Y DE MAÑANA, A MARCHAR POR ELLOS CON PASO FIRME Y CORAZON SERENO Y A MANTENER EN ALTO LA ESPERANZA (...)”.

RAMIRO GUERRA